sábado, enero 02, 2010

En la entrada anterior subí la imagen de un ángel pintado por Gustavo Garnica Jaliffe. Se trata de un ángel que renuncia a la vida eterna. Para muchos hombres se trata de una locura...

¿Cuántos querubines son necesarios para que del corazón del hombre desaparezca el deseo de robar el fruto del árbol de la vida?

Sed de inmortalidad. Terrible apetito imposible de apagar. Intenso deseo que quema el alma.

No importa el precio. No importa cuánto haya que ofrecer. La recompensa hace que valga la pena cualquier sacrificio.

¿Pero se trata de una causa perdida? ¿Hay algún hombre que haya podido llegar al árbol de la vida? ¿Algún ser humano ha logrado la inmortalidad?

Mario Méndez Acosta nos dice que sí, pero ¿con la inmortalidad potencial se tiene asegurada la felicidad?


La espera
Mario Méndez Acosta

La locura ayuda un poco a sobrellevar el tedio. El tedio de la eternidad inescapable. La demencia permite construir mundos habitables en el interior de la mente, para en ellos llevar una vida tolerable, no exenta de algunas satisfacciones que brinda la química del cerebro.

La locura bendita permite narcotizar el dolor infinito que las carencias de agua, aire y alimento producen en un cuerpo inmortal, atrapado tal vez para siempre en un lugar inaccesible al medio ambiente exterior.

Pero lamentablemente la locura no puede ser absoluta en una mente incapaz de alcanzar la inconciencia por periodos prolongados. De vez en cuando resurge esa cordura extraviada que por un instante recuerda al prisionero quién es y dónde está; aunque la desesperación logra reimponer pronto esa demencia salvadora, siempre queda como una especie de niebla amarillenta y asfixiante la conciencia del tormento sin fin del emparedado.

En realidad, cada fugaz momento de lucidez le permite al especial cerebro del ser inmortal aprisionado en uno de los gruesos muros del edificio de la inquisición en la capital de la Nueva España, llevar la cuenta de los años transcurridos desde que el muro fue sellado; alivia un poco apreciar que el transcurso del tiempo parece acelerarse, los últimos cien años han pasado más rápidamente que los siglos anteriores, tal vez un efecto de la desaceleración de un metabolismo programado para preservar a toda costa la conciencia en un cerebro hecho inmortal gracias a una receta perdida ya en el tiempo de los sumerios de Ur.

Queda el refugio de la locura, la vida en un mundo interior más o menos coherente, con tintes infernales y desesperados sin más consuelo que un siempre menguante suministro de endorfinas cerebrales. Sabía el condenado al emparedamiento que el inquisidor Cabrera lo recluyó en un edificio sólido pero no eterno; su liberación o destrucción completa, también liberadora, llegaría tarde o temprano al demolerse o derrumbarse el inmueble; pero poco se imaginaba el recluso que ese edificio sería declarado monumento colonial para ser preservado por siempre.

El delito del infeliz condenado tenía que ver, como siempre en su larga existencia, con su problema de desprecio a la autoridad. Durante siglos nunca pudo adaptarse por completo a las costumbres locales de cada época y mostrar un mínimo de humanidad ante los alguaciles y jenízaros de todos los tiempos. Su propia inmortalidad potencial lo había hecho descuidado y no cumplía su propósito de residir en las sociedades más tolerantes de cada periodo.

Su religión original, que le obligaba a rendir pleitesía a deidades ya olvidadas, antecesoras de Belmaduk e Ishtar la poderosa, ya no existía en este mundo y nunca pudo convertirse a nuevas religiones siempre efímeras e imaginativas. Su impiedad e indiferencia lo hundieron en la Nueva España de finales del siglo XVII; no pagar el diezmo y no ir a misa con frecuencia, lo hicieron blanco de las sospechas y de una denuncia anónima ante la inquisición de alguien que deseaba apoderase de su negocio de telares y tintes; de igual modo, su tolerancia al dolor del tormento contribuyó a su peculiar pena de emparedamiento.

No confesó, así que no pudo ser relajado y condenado a la hoguera, por lo que se le aplicó la pena -supuestamente más piadosa- de ser emparedado, con la que solamente sucumbiría por la asfixia a los pocos minutos de sellarse el muro del recinto de su pena.

Se le sentó en una pesada silla de madera con descansos para los brazos, se le ató con cadenas y cuerdas, y se le fijó el cráneo al respaldo, con una recia atadura lo colocaron en un estrecho rincón entre dos columnas contiguas y se erigió un muro de cal y canto, que al terminarse se aplanó con esmero.

La oscuridad absoluta y la total falta de estímulos externos, con la excepción de los periódicos terremotos que alcanzaba a sentir, favorecieron el trance demencial que servía de refugio al emparedado. Su mundo interior se había convertido en una fantasía permanente acerca de los atractivos de una muerte liberadora y de una ansiada aniquilación total del ser; la inexistencia, que es algo muy distinto de la carencia total de estímulos externos, la negrura de la ceguera total y el silencio absoluto.

Pero el sueño del emparedado estaba a punto de terminar. Un día, algún experto restaurador de edificios coloniales, ya en la terminación del siglo XX, decidió ampliar el salón adjunto al emparedado para crear un aula magna; así que la piqueta comenzó a hacer su labor, el recluso empezó a percibir los golpes de marros, cinceles y zapapicos, de inmediato inició el retorno de su mundo interno, al fin había llegado el día, la ligera probada de eternidad que había tenido que sufrir estaba a punto de llegar a su fin, algo destruía el muro sellado tres siglos antes.

Sabía que con aire, agua y luz se iniciaría un proceso de rehidratación y recuperación gradual, un poco de tiempo y podría seguir su vida en este mundo futuro, extraño y seguramente lleno de maravillas.

El primer rayo de luz entró en el recinto, pronto la horadación creció en medio de una polvareda, quienes derribaban el muro pronto dieron fin a su tarea, alguien se asomó y pudo ver la figura sentada, atada, cubierta de andrajos mohosos y una larga cabellera apelmazada.

-¡Otra maldita momia! –Comentó uno de los operarios.
-Llamen al ingeniero. –Alegó otra voz.

El emparedado oyó las voces y comprendió el español en que fueron habladas, sus reflejos metabólicos de inmortal le impulsaron a inhalar; por primera vez en siglos, entró el aire a sus pulmones precariamente conservados por sus mecanismos de hibernación.

Llegó rápidamente el personaje al que aludían los peones.

-¡No, no puede ser! Otro emparedado. Si lo reportamos al INHA nos pararán la obra otra vez, y la inauguración de la sala por el rector será en dos días más. Ya tienen demasiadas momias. No hay de otra, ni modo, despedácenla y tírenla junto con todo el cascajo. ¡Ah!, y ni una sola palabra de esto a los de antropología, ¿eh? ¡A darle!

2 comentarios:

Alejandro Agostinelli dijo...

¡Qué pena, Martín!
Estaré cerca esperando tu regreso al ruedo.
Recibe un fuerte de un lector argentino.

Martín Fragoso dijo...

Muchas gracias, Ale. También recibe un abrazo.